La noche de Mate Cosido

Datos de publicación (revista completa):

Publicación: Revista Albores Caipell

Año de publicación: 2021

Número | volumen: 1 | 2

Link de visualización: https://www.calameo.com/books/0066845029d8e1d703875

Cita: Pocoví, T. (2021). La noche de Mate Cosido. Revista Albores Caipell, 2(1), 73-78. https://www.calameo.com/books/0066845029d8e1d703875

Trudy Pocoví

Nunca voy a olvidar esa noche. Ni los meses que la siguieron…

Era tarde ya. Habíamos terminado de cenar, escuchando el noticiero desde la flamante radio “Hartman”, a lámpara, ubicada en un extremo del comedor. Mamá, luego de levantar la mesa con nuestra ayuda, se aprontaba a escuchar su radionovela, “Ronda Policial”, con libreto del comisario Ramón Cortés Conde y que, según decía el presentador, se basaba en casos “realmente reales”.

Afuera el tiempo presagiaba tormenta. Los árboles del fondo habían comenzado a gemir bajo los embates del viento, un viento sur frío y furioso. Por una de las ventanas, se recortaban obesos nubarrones que iluminaban cada tanto la noche con refucilos huidizos.

Nos acomodábamos alrededor del aparato mientras mamá sintonizaba la LS4 Radio Porteña cuando de pronto, llamaron a la puerta golpeando las manos. Los perros saltaron de su letargo junto al gallinero y se dirigieron hacia la tranquera de entrada. Papá se levantó y tomó la linterna.

Eran tres hombres y uno parecía mal herido.

—¡Si! —gritó papá desde el alero del frente

—¡Ave María Purísima…! —Le devolvieron como saludo—. Necesitamos ayuda. Nuestro coche se cayó en la cuneta y mi amigo no se encuentra bien. Necesitamos refugio para pasar la noche… con esta tormenta…

Papá dudó. No era de fiarse de desconocidos pero, bueno, una mano no se le niega a nadie y menos si saluda en nombre de la Virgen.

Entraron.

Eran tres. El que parecía malherido apenas se sostenía, cargado por los otros dos.

Mamá enseguida hizo lugar en la mesa retirando la carpeta de crochet, para que lo colocaran allí. La camisa blanca, con finas rayas negras, mostraba una enorme mancha de sangre.

—¡Eso no se ve muy bien amigo! —dijo papá que había examinado a muchos maltrechos por estos lados.

—¡Carmen! ¡La caña! —gritó.

Y mamá corrió presurosa a la alacena y bajó la botella de “Piragua” apenas empezada.

—¡Esto va a doler, tómese un trago! — increpó papá al desconocido. Luego cortó la camisa y volcó un chorro de caña sobre la herida.

—¡A ver! Pásame la cuchara de madera. Muerda hombre, para no aturdir con los gritos.

El moribundo apenas abrió los labios, pero cuando papá comenzó a rebuscar en la herida, los músculos de su cara y de su cuello se tensaron. Sus dientes se apretaron con fuerza incrustándose en la madera dejando una marca que no desaparecería ni con el pasar de los años. Desde la puerta del cuarto podía advertir el dolor y oler la sangre que no dejaba de fluir, chorreando por el mantel, la pata de la mesa, embardunando el piso como una suerte de gelatina morada y asquerosa.

Sí, a nosotros los chicos nos mandaron a la pieza, para no molestar. También por un poco de miedo. Papá había visto la Colt encajada en la cintura de uno de ello, el más alto.

Hasta que el fin logró sacar la bala con el dedo índice, tan rojo como toda la casa.

—¡Poné a calentar a rojo ese cuchillo! —Volvió a ordenar papá—. Hay que cauterizar la herida.

El moribundo, al extremo de su resistencia, terminó desmayándose. Mejor.

El olor a sangre y carne quemada inundó de golpe todas las habitaciones, nauseabundo como cuando se queman los pelos del cuero de los chanchos. Solo que ahora todo quedaban dentro.

Afuera, la tormenta había estallado, pero era tanta la tensión de la cocina, que truenos y relámpagos pasaban desapercibidos.

—Hernán, hacé lugar en tu cama. —Me dijo papá—. Ustedes, ayuden a llevarlo.

Entre los tres alzaron al herido lo mejor posible, con el mantel por improvisada camilla y lo depositaron en mi catre. ¿Por qué mi cama? ¿Y si se moría allí? No podría dormir recordando al muerto.

Me mandaron a dormir con Elena, porque era el más chico y, aunque creí que no podría conciliar el sueño, la mañana me encontró acurrucado entre mantas y sábanas contra mi hermana.

El herido había pasado la noche. Ahora restaba esperar que no hubiera complicaciones.

—Mire… acá vamos a necesitar algunas medicinas… algo para las infecciones. Ya está levantando fiebre.

Mamá, prudente, colocaba cada tanto un paño de agua fría y vinagre sobre la frente y las muñecas del mediomuerto.

—Yo lo acompaño —dijo el más joven. Y así, salieron mi viejo y el extraño, hacia lo del boticario.

El tercero se acomodó en una de las sillas de la cocina. Sacó tabaco de un bolsillo interno del saco, unos cuadraditos de papel y se armó un cigarrillo.

—No se fuma en esta casa —espetó mamá.

El hombre hizo un gesto de disculpa y salió a fumar al patio.

Entretanto, mamá en la cocina, recuperaba la rutina de todos los días.

Al cabo de media hora o un poco más, papá y su guardaespaldas volvieron con una bolsa de papel llena de remedios. Al boticario le dijeron que uno de los peones se había cortado feo con el machete, desmontando, y que estaba haciendo fiebre.

La vieja, por las dudas, había preparado una infusión de tomillo y manzanilla. Acá, casi perdidos en el monte chaqueño, uno tiene que saber de pócimas y brebajes.

Intentaron sacar el coche de la zanja en la que se había atorado sin mayor suerte. Papá les dijo que podía ir con el tractor, pero dijeron que llamaría la atención de los curiosos y no podían permitir que ningún rumor se filtrara porque Gendarmería andaba cerca, pisándoles los talones.

¿Gendarmería? Dijo o pensó papá y por primera vez vi un asomo de temor en su rostro.

Esa noche le presté atención al boletín informativo. Al parecer, habían querido secuestrar a un tal Berzón. El golpe hubiera sido brillante por el suculento botín, pero fracasó la entrega del dinero porque la policía de alguna manera se había anoticiado y se hizo presente en el lugar. Luego de un breve intercambio de disparos, los criminales huyeron hacia el norte, buscando quizás huir al Paraguay, dijo el locutor cerrando el comentario.

Los días pasaban calurosos y húmedos. El moribundo recobraba fuerzas y había empezado a comer algo.

Durante las horas de luz, sus compañeros jugaban a las cartas y se mantenían dentro de la casa y alejados de las ventanas. A la noche, salían a fumar al patio y tomar algo de fresco. Diciembre se hacía sentir bravo con los calores.

Con el tiempo, la convivencia con los malhechores se había vuelto agradable. Uno de ello, Rogelio Gordillo, alias el “Pibe Cabeza”, le había echado el ojo a Elena que ya despuntaba un par de pechos turgentes y sonrosados.

Mi hermana era una linda chaqueña, mezcla de india y de suiza alemana. El “Pibe” no era feo del todo, tenía un aire a Carlitos Gardel. Tendría unos veinte años y todavía no había desarrollado esa violencia criminal que lo llevaría luego, a estar en la primera plana de los periódicos de Rosario y Capital Federal.

Un mediodía me tocó a mí llevarle la comida al moribundo, aunque ya no se moría. La herida cicatrizaba bien, pero aún le costaba erguirse en la cama. La bala rebotó en el hueso de la cadera, por eso fue fácil sacarla. Bueno, eso decía mi papá que conocía algo de armas.

—Permiso ¾dije despacito, temiendo importunar el descanso del hombre. Era la primera vez que lo contemplaba de cerca, a luz del día. Tenía una cicatriz espantosa que le cruzaba la cara, de la mitad de la frente hacia la oreja izquierda; sobresalía como un surco de tierra rojiza sobre su piel blanquísima. Yo nunca había visto un tajo así y no me di cuenta de que era lo único que miraba.

—¿Fea, no? —Me soltó de pronto el hombre, con voz gruesa y delicada a la vez. Había cierto tono amoroso casi, en la pregunta.

Asentí, las palabras aún se me trababan con la lengua.

—Fue hace mucho. —Continuó hablando, como si adivinara mi curiosidad.

—Yo era un pibe y se armó una trifulca en un bailongo, allá por mis pagos. Soy de Tucumán ¿sabés? —No, no sabía, pero volví a asentir, aún atragantado por la sorpresa y el miedo. Él prosiguió:

—Un gringo atrevido creía que podía llevarse el mundo por delante y que podía propasarse con cualquier chinita que se le cruzara. Se quiso llevar pa’ afuera a una moza que yo conocía. La chica no quería, trató de soltarse pero el desgraciado la apretaba con más y más fuerza. Y bué… lo inevitable… le grité que la dejara, me gritó que no me metiera y ahí nomás empezó la pelea. Uno de sus matones, porque estos mocosos ricos siempre llevan quien los cuide, me partió una botella en la cabeza. Me salía tanta sangre que creían que me había matado… Me llevaron a la casa de una vieja curandera que hizo lo que pudo, pero no era buena costurera…

Y se rio. Con ganas, estentóreamente.

— De allí mi apodo: “Mate Cosido”.

“Mate Cosido” repetí para mis adentros. Yo había escuchado hablar de ese personaje. Era un bandido que defendía a los pobres, les robaba a esos gringos que nos secaban la tierra chupándonos algodón y tanino para dejar solo desierto donde antes el monte había reinado. Dicen que repartía lo que robaba entre todos los explotados: arrieros, hacheros, peones, obreros.

Después de esa primera charla, poco a poco le fui perdiendo el miedo al hombre y hasta me ofrecía a llevarle la comida porque siempre tenía una buena historia que contar. De cuchillos y doncellas en peligro, de socorros y proezas…

Y así pasaron las fiestas. Navidad, Año Nuevo, Reyes. Don Mate Cosido nos regaló una moneda de un peso a cada uno ¡un peso! ¡Una fortuna! Para finales de enero el hombre ya podía pararse y, aunque rengueaba un poco, estaba curado. Gente de su banda iba y venía, llevaba y traía mensajes y cosas. A veces, dos o tres se quedaban en la casa como para reforzar la guardia.

—Mire doña —dijo una tarde a mi mamá—. Lo que usted ha hecho por mí, no tiene precio y sepa que no lo voy a olvidar. Contará con mi ayuda en todo momento. Por ahora, —sacó un fajo de billetes y se lo puso en la mano— espero con esto compensar un poco todas las molestias.

Mamá se quedó muda. Era mucha plata.

Pero entonces dio la fatalidad que acampó en la avenida de eucaliptos del pueblo una cuadrilla que decían ser trabajadores de Vialidad Nacional, que iban a arreglar los caminos. Yo no supe entonces, sino le habría pasado el dato a Mate Cosido, pero en realidad era gente de Gendarmería que andaban por la zona porque alguien había batido que la banda estaba por ahí, pero no en qué campo.

Los gendarmes camuflados con mamelucos terroso de Vialidad se paseaban de a dos por todos lados; a veces a nuestro aljibe a buscar agua. Iban y volvían silbando, pero nunca vieron nada.

Ya estaban por levantar la carpa e irse más al norte cuando el Pibe Cabeza, que andaba más que enamorado de mi hermana ¾y que tenía captura recomendada con foto y todo¾ sale para ayudarla con los platos. Justo había dos gendarmes en el pozo.

Cuando él se vuelve hacia la cocina, los gendarmes lo reconocen y dan la alerta: —“¡Acá!

¡Acá en el campo de los Montmarie está la banda de Mate Cosido!”.

Rogelio, el Vasco y otros muchachos cuyos nombres no aprendí, saltaron de sus lugares. Mate Cosido tomó su Winchester, que escondía debajo de la cama y salieron todos con dirección al monte.

Nosotros entramos en la casa mientras los tiros sonaban por encima de nuestras cabezas. Algunas armas habían quedado en casa. Las pusimos todas dentro de una bolsa y la tiramos atrás, al fondo del galpón de algodón y la cubrimos con maderas, palos y paja. En la cocina a leña quemamos camisas, pañuelos y papeles de la banda para que todo rastro desapareciera. Luego nos acurrucamos en un rincón muertos de miedo escuchando como los tiros se alejaban y se perdían por el montecito.

Unos hacheros encontraron un cuerpo enganchado en un alambrando y deshecho a balazos.

Seguro que es del Rogelio, le repetía a Elena a modo de consuelo.

De Mate Cosido no tuvimos más noticias.

A mi papá lo llevaron a la comisaría de Machagay y luego a Roque Sáenz Peña, incomunicado. A la casa llegaron decenas de gendarmes fuertemente armados por las dudas que alguien de la banda hubiera quedado.

—¡Qué salgan todos con las manos en alto! —gritaron.

Y salimos los cinco en escalerita y nos paramos delante de ellos. Entraron, revisaron, tiraron muebles y patearon puertas. No encontraron nada.

La casa tuvo guardia por tres meses, más o menos, por si volvían.

Mi hermana se guardó una carta que el Pibe Cabeza le había escrito como si supiera que era el final. Cada tanto la leía y lloraba como una loca.

De Mate Cosido no tuvimos más noticias. No. Pero cada tanto, en la mañana de Reyes, encontrábamos en el palenque de la entrada una bolsita con una moneda de un peso para cada uno.

*****

fotografía de Trudi Pocoví, colaboradora
Acerca de la autora

Entre 1992 y 1993 coordinó el Taller Literario para Jóvenes dependiente de la Subsecretaría de Cultura de la Municipalidad de Santa Fe. Actualmente es presidente de la Asociación Santafesina de Escritores (A.S.D.E). De las numerosas distinciones obtenidas, cabe destacar: Premio Municipalidad de Santa Fe y Premio XV Fiesta Nacional de las Letras en 1985; Premio “Mateo Booz” para escritores jóvenes de la A.S.D.E. y Premio “Julio Migno” de la Universidad Católica; Premio “Santa Gertrudis” de la Asociación de Escritoras Católica; Premio “Hugo Mandón” de S.A.D.E; Premio de la Asociación Mutual de Empleados, Rosario, 1993; Premio IV Encuentro Nacional de Escritores, Mendoza, 1994; Premio Certamen Anual “Leoncio Gianello” por libro de poesía inédito, A.S.D.E y Mención Especial en el Certamen “Rosalinda Fernández de Peirotén para poetas del litoral fluvial argentino”, Premio Edición Municipalidad de Santa Fe género cuento; ha publicado en revistas literarias de España y Austria y en diversos diarios del país. Libros publicados: La Casa de los Amos (1994, cuentos), El cazador de moscas (1995, cuentos) Jirones de nada (2001, poesía) y La plomada de Don Vitto (2004, cuentos).

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