La luna se esconde en la nada
Datos de publicación (revista completa):
Publicación: Revista Albores Caipell
Año de publicación: 2021
Número | volumen: 1 | 2
Link de visualización: https://www.calameo.com/books/0066845029d8e1d703875
Cita: Villanueva, F. (2021). La luna se esconde en la nada. Revista Albores Caipell, 2(1), 62-69. https://www.calameo.com/books/0066845029d8e1d703875
Francois Víctor Villanueva Paravicino
‹‹Voy a soñarme con usted toda la noche, toda la semana, el año entero››.
Fiódor Dostoievski
Coloqué debajo de la cama, sujetando del asa, ya vacía, la valija de polipropileno adornada con grabados, sin pensar que aquella noche pasaría algo importante. La habitación era pequeña y ordenada. Descansado y dispuesto a aprovechar el tiempo libre, fui a la imprenta de Javier, en La Zona. De ahí, salimos de vuelta a San Benigno, conversando sobre lo ocurrido durante mi ausencia de siete meses. Nos entretuvimos en el parque La Unión y en la plaza Veintitrés de Abril, y, de pronto, dijo que quería revelarme un lugar interesante. La ciudad se encendía y acostumbraba a relumbrar tenuemente, bañados por vientos frescos que apagaban el ardiente calor de la tarde; el crepúsculo inundaba las calles abigarradas y una grácil alegría noctámbula me invadía. El asueto y mi viaje eran reconfortantes. Podía inhalar el bálsamo de los árboles, el olor a tierra húmeda y oír el sonido del río y el canto de los pájaros en el camino. Descendíamos hacia las riberas por una calle empedrada.
El mencionado lugar era una casa de videojuegos, era de tres pisos con la fachada de verde cadmio, poseía un zaguán lóbrego y una puerta de cedro angosta, con gradas de cemento en el ingreso. Colgado de la ventana del tercer piso, pendía un rótulo presentando “El Rinconcito”. Ingresamos y una luz fuerte intentó cegar mis ojos. Sin embargo, tras pasear la mirada por el local, observé las máquinas de playstation pegadas a la pared de la derecha y en la izquierda, en una mesa grande con sillas, parecía ser la administración. Frente a mí había dos grandes ventanas sin vidrios con un hermoso panorama, desde ahí se podían ver las instalaciones chatas que orillaban el Río Grande, la costa del pueblo de La Zona y la majestuosidad del puente. En efecto, con sus paredes ambarinos, el ambiente festivo, el piso carmesí encerado, las máquinas encendidas y sonando, era un lugar atractivo. Javier, adelantándose, preguntó por su compañera Armenia a la chica que atendía, a quien llamó Alicia. “Mi hermana salió en la tarde”, contestó Alicia. Cuando llegué a su lado, nos presentó. Tenía los cabellos rizados, ojos redondos, piel trigueña, labios finos, y parecía ser mayor de edad. Después, alquilamos Winning Eleven 3 por un par de horas. Cuando ya nos encontrábamos concentrados en el partido, ocurrió algo contundente. Llegó de pronto Armenia, pero, con prisa, salió del local. En un fragmento, pude verla de forma imprecisa: vestida con un traje de color cinabrio, poseedora de un rostro cincelado por un esteta de la perfección humana y una figura corporal menuda y atractiva, como una especie de diosa del amor. El tono del color de su vestimenta me deslumbró resaltando la feminidad de su belleza, que había calado hondo en mi sentimiento, como un fuego trémulo baila tras correr el céfiro. Me puse a pensar en Armenia, pues algo me decía su gusto por aquel color que me gustaba. Además, estaba deslumbrado por algo que me exhortaba los sentimientos más nobles y sublimes. La razón de aquel sentir poseía un volátil aroma seductor, una trascendencia ajena a lo común y lo silvestre. Por un instante fui feliz, muy feliz.
Al día siguiente, por la mañana, un sol fresco se mezclaba con un aire limpio. El cenit se columpiaba en el horizonte. Bajé a tomar desayuno al restaurante y quería fumar. Fui a La Zona a pasear. Deseaba estar solo durante el día y paseé por el aeropuerto clausurado con unos cigarrillos. Aprecié la majestuosidad de las plantas exuberantes. Al final, me eché sobre el pasto. La soledad es compañía del silencio y la reflexión, y taciturno pensé en Armenia. Me quedé dormido hasta que el silbar de un campesino me despertó; estaba cargando un costal y desapareció en la maleza por una ruta estrecha que se perdía en sombras y espesa vegetación. Pité el último cigarrillo con desgano. Fumar, después de todo, no fue reconstituyente. Volví a casa y en el trayecto me entusiasmé al recordar lo de ayer.
En casa, leí embelesado y maravillado la novelita Noches blancas recostado sobre la cama. Al terminarla, ya era de noche. Mis padres estarían ajetreados atendiendo en el restaurante, lo que significaba mi libertad. Me dirigí con Javier, a quien no encontré en su tienda, y tuve que ir con Alicia para buscarlo. Al llegar, saludé a Alicia y pregunté por él, me dijo que no lo vio durante el día. Alquilé Resident Evil media hora. No hubiera pasado nada interesante, si aquella noche no la hubiese conocido en carne y hueso. En efecto, ella llegó de improviso, casi al finalizar la hora. Entró, saludó a Alicia, su hermana, quien la detuvo para presentármela. Tuve que dejar de jugar. Me puse de pie y la vi: Armenia era hermosa como una magnolia grandiflora, con aquellos detalles en el físico que enamoraban. Casi no tuve palabras para hablarle y cambiamos silencio por silencio, mirándonos con una sonrisa en la mirada y en el alma. Era vislumbrar un futuro cata- lítico, perderse en un embelesamiento pragmático. En un fragmento, se me vino a la cabeza que ella era el único y verdadero amor que tenía que esperar. No era la ilusión que sentía al ver a una chica atractiva en la calle, era algo más profundo, más sólido.
—Estoy de vacaciones y puedes venirme a visitar por las mañanas, a esas horas estoy libre— dijo Armenia en un fragmento intemporal, mientras aún sujetaba su mano.
Murmuré que era un gusto conocerla. Subió a su habitación y yo, ensimismado, me fui a casa pensativo, escuchando, a lo lejos, el rumor del río en la noche avanzar, a lo lejos, la ciudad noctámbula despertar. ¿Qué era este sentimiento en el que me ahogaba? ¿Qué era esta sensación a nada y todo a la vez? ¿Por qué esta felicidad inmensa de existir? La incertidumbre y una vaga alegría me corroían como gusano que hurga en la tierra. Había sido todo un acontecimiento conocerla y me dormí pensando en Armenia. Me desperté en una parte del sueño en que intentaba hablar con ella. Dicen que sueñas con la persona que también soñó contigo, y me alegré. De inmediato, me duché y fui con Armenia.
Al entrar, un par de niños jugaban. Tal como me dijo, ella aguardaba en la administración, sentada, pegada a la ventana, con los rayos del sol bañándola. Me vio y sonrió con esos labios sinceros. Me ruboricé y tuve que decir que hacía harto calor. Ella asintió con un gesto con la cabeza. En aquel momento, desarrollaba su tarea de matemáticas y me ofrecí a ayudarla. En menos de quince minutos, terminé los diez ejercicios algebraicos que le asignó el profesor. No obstante, en aquel lapso no hablé ni una palabra ni ella dijo nada, solo nos mirábamos a ratos con timidez.
—No fue tan difícil —dije al terminar.
—No pensé que eras tan bueno. —Me agradeció y sonrió.
La mesa, recubierta con vidrio, estrenaba de fondo un mantel bordado con el dibujo de un parque que se titulaba: La Incontrastable. Entonces, pregunté si ella era de Junín. Ella asintió y comenzó la conversación. Había nacido en Huancayo y estudió en aquella tierra de clima frío hasta cumplir los nueve años, cuando se enfermó y tuvo que viajar a Satipo para sanarse con el abrigo del calor de la selva. Perdió dos grados de la escuela por las continuas enfermedades respiratorias, pero se esforzó por continuar estudiando. Ahora cumplía los quince años, el 6 de octubre, después de la fecha de aniversario de San Benigno, y apenas estaba en el tercero de secundaria.
Los cursos que más le gustaban eran literatura y física. Su escritor predilecto era Mario Vargas Llosa y había leído con pasión La guerra del fin del mundo. Su científico favorito era Stephen William Hawking, de quien no se perdía las apariciones en los programas televisivos. Tenía dos hermanas, una Margarita, la menor, y Alicia, la mayor. El primo que más quería era un tal Arturo, un muchachito inquieto de apenas once años que más tarde conocería. Los géneros musicales que más le gustaban eran las baladas y el rock. Podría haberla escuchado toda la tarde hasta el anochecer, conocerla más, admirarla y desearla irremisiblemente, pero ella tenía que salir. Nos despedimos pasado el mediodía. En el trayecto a casa, compré un periódico. En la portada, copada de una escena sangrienta, titular con extravagancia y llamadas de carátula sensacionalistas, anunciaban notas sobre los bajos mundos del país. Me encontré con Javier en casa y fuimos a pasear a la plaza. Nos encontramos con unos amigos, e hicimos hora divirtiéndonos con banalidades, después recorrimos San Benigno, y la noche profundizó.
Cuando salió la aurora, fui a correr al aeropuerto. Luego me bañé en el río. A las nueve estaba de regreso, cuando se me ocurrió darle una sorpresa a Armenia, pasando primero por ella. Al verme, se sonrojó y disimuló una risita. Al rato, me estaba informando de un cumpleaños que se festejaba aquel día, en el cual yo estaba invitado. Me alegré y prometí no faltar. Le dije que iría con Javier. La voz de Armenia, al explicarme, era almibarada. Sus ojos eran redondos y tenían una mirada meliflua. Sus labios finos, que me seducían para besarlos y morderlos, tenían una sonrisa vanidosa. Simplemente la miraba con los ojos del amor, con los luceros de la esperanza.
Empezaron a venir varios clientes y tuve que irme a eso de las diez y media, cuyo sol empezaba a forjarse más. Fui donde Javier y lo encontré en la imprenta fumando cigarrillos envuelto en una humarada y leyendo una revista sentado en un taburete. Me invitó a almorzar. Le dije lo de la fiesta. Se alegró, pero repuso que no podría asistir, porque tenía mucho trabajo en la imprenta. Tenía que crear un modelo similar a una revista y todo para mañana. La responsabilidad caía en él, porque sus padres habían viajado.
—Va ir Armenia —dije incómodo—. Y no puedo faltar. Como te dije ayer, no puedo dejar de verla, me gusta mucho.
—No te preocupes por mí —reparó—. Cuando inicien las clases, fácil te hago la buena.
Cuando vuelvas para octubre, ya estará rendida a tus pies.
—Eso espero.
—Hablando de venidas, ¿cuándo vuelves a La Ars?
—¡Oh!, por Dios, ¡tengo que estar mañana en La Ars!
Y, en ese instante, sentí un ramalazo en la columna vertebral y un frío en el pecho. Me atribulé en un segundo y en otro estaba pensando en Armenia, en lo que pensaría de mi pronta partida. Se me vino como una epifanía que, en la fiesta, aprovechando sus oscuridades, le diría en secreto que la amo. Valor no me faltaba. Esa sería una gran oportunidad, no la podía desaprovechar. Y al cabo de unas cuantas horas, ya estaba alistándome para la fiesta, planeando todo lo que tendría que hacer. Salí de casa entusiasmado, aún no desfallecía la animosidad por el plan declara- torio ni la tristeza por mi partida, pero sonreía.
La música se podía escuchar a una cuadra de distancia; el local era de dos pisos y solamente al estar a pies de ella, caí en la cuenta que era una nueva discoteca inaugurada hace poco. Es perfecta, pensé. Entré y una canción emocionante iniciaba. Había varios chicos y chicas, a quienes nunca había visto, que salían a bailar. La busqué con la mirada, entre las tinieblas y los resplandores de las luces del ambiente, y la encontré en medio de un grupo. Dándome valor, fui hacia ellos y saludé a cada quien. Di un beso provocativo a Armenia en la mejilla.
Luego de esperar cierto tiempo, aprovechando el inicio de otra música provocativa, vencí la timidez y la saqué a bailar. No podía esperar más. Clavé la mirada en la suya, sujeté sus manos empezando acariciar su palma con suavidad, y, despacio, casi en susurro, le dije: “Te amo”. Armenia abrió más los ojos, sacudió la cabeza, y me dijo que no me podía escuchar. Empezó a sudarme las manos y la solté, empecé a observar el techo, empecé a hablar fuerte, pero de otros temas. Toda mi inspiración había desaparecido y una timidez me asaltó con furia, crecía con el fin de la canción. Me sentí un intruso, odiosamente me creí cobarde. Sentí un golpe bajo.
Era la hora de la partida. No podía esperar más. Me despedí de todos. Armenia me pidió explicaciones, solo supe decirle que viajaba mañana temprano a La Ars. Salí de la fiesta ofuscado, sin saber qué hacer y a dónde ir, y de repente me dirigía sin saber a la parte de El Triunfo. Hacía luna menguante y la oscuridad era una atmósfera asfixiante. Necesitaba compañía, pero estaba solo y temblando, se me escaparon lágrimas a profusión. Odié estar enamorado sin remedio. No
estaba en mis cálculos. Me sentí afligido, muy triste. De pronto, los relámpagos iluminaban a intervalos el firmamento, tronaba el cielo en la parte alta de las frondosas montañas. Era una tormenta y la lluvia empezó a caer sobre el río, las piedras y la arena. Se me vino la noche. Sollocé sentado en una piedra a la orilla del río, inefablemente afligido.
Estando de vuelta, caminé pegado a los muros, por las aceras de las calles. Entré a mi cuarto bañado. Escuchaba el rumor de la noche: aullidos, cantos de grillos, gritos, ladridos. Me metí en la cama abrigado con las sábanas. Me dormí seco. Tuve una pesadilla: una señora viejísima que corría veloz me perseguía por las calles con una espada en la mano y no podía escapar, porque me pesaban las piernas. A las nueve de la mañana, desperté asustado, seguía lloviendo, aunque no torrencial como anoche. Sentía un inmenso vacío en el pecho, acaso por la música nostálgica que llegaba a mis oídos, que emergía por entre las rendijas de las ventanas, los resquicios de las paredes, la nada de las puertas abiertas. Alisté mis cosas con parsimonia, tarareando las canciones que llegaban a lo lejos. Habitaban mi mente un jardín con acacias, magnolias, ciprés, geranios, mirtos y ella, mi Armenia.
Cuando ya todo estaba listo, fui a visitarla. Las calles estaban húmedas y un sol nublado entibiaba la mañana. Llegué a “El Rinconcito”, pero estaba cerrado. El vacío que me ahogaba se extendió más. Me fui por la otra avenida para ver la parte posterior de la casa. Una vez ahí mis cálculos me dijeron que era fácil treparla. Las ventanas abiertas no ofrecían resistencia, era cuestión de trepar y entrar sigilosamente. Sin embargo, no lo intenté; ya era de día y tenía que viajar. Así fue como a las once de la mañana estaba viajando a La Ars, la cárcel de la soledad. Al pisar tierras andinas, un frío perpetuo ahogó mi corazón.
Día tras día, una náusea me acompañaba los días en que la soledad reinaba en la casa. Luego de regresar del colegio, sucumbía ante el tedio y el desamor. Llamaba a Javier para que cumpla su promesa de hacerme la buena con Armenia, pues era la única forma de contacto con ella. Un día quedamos en que me llamaran juntos. Fue un gran día. Pude escuchar su voz a través del teléfono. Me dijo que estaba bien y que me extrañaba. Le prometí que iría a San Benigno para su cumpleaños, que coincidía con el aniversario del pueblo. Al cortar, estaba extasiado, una enérgica alegría me dominaba. Por esos días descubrí a José Ángel Buesa, un buen poeta cubano que escribía al amor, y me enamoré más con sus poemas. Así se afianzó mi gusto por la poesía. Leí también a Gabriela Mistral y Pablo Neruda. Imitándolos, le escribí un poema a Armenia, cuyos primeros versos eran:
El inmenso vacío que yo siento
es el abismo que me ahoga.
Lo redacté en una hoja blanca con plumones con la mejor letra que pude escribir. Lo puse en un sobre amarillo y se lo envié. Ahora solo quedaba esperar que lo leyera. ¿Qué sentiría al leer mi poema? ¿Se daría cuenta que la amaba? Fue una felicidad dulzona la que me atormentó esos días. También, entonces, compré una daga árabe. Me gustaba jugar con ella, cortar en pedacitos cartones, plásticos y carne. Me entretenía dar punzadas al aire, tajar el viento. La imaginaba una espada, el arma personal para luchar contra el mal, donde yo era el héroe nocturno que siempre la usaba. Cuando el sol se escondía, los hombres regresaban del trabajo, se despertaban las ganas de dormir, los malhechores aprovechaban la oscuridad, y yo estaba dispuesto a cuidar la ciudad. Usaría pantalones crema, camisa de manga larga amarilla, zapatos ocres, sombrero de paja y una mascarilla dorada: sería el Caballero Dorado, sería la luz de la esperanza en la noche, el alba del bien.
Vivía en La Ars con un tío materno, quien era un viejo descomunal que poseía una discoteca en el centro de la ciudad. Lo que me gustaba de él era que cultivaba el salubre hábito de la lectura, aunque era un borrachín excelso. En la casa, las pocas veces que lo encontraba sobrio, estaba leyendo en la biblioteca. Parecía no interesarle cómo me iba en el colegio, pero sí lo de la comida, pues tenía que alimentarme bien, decía. Por otro lado, en el colegio no había nada especial, por más que era estatal. Clase desde las ocho de la mañana, diez y media recreo, luego clase hasta las doce y media, después otro recreo, y salida a las dos y media. Sin embargo, tenía una amiga especial en mi salón, se llamaba Clorinda, a quien atribulado le conté lo que me estaba sucediendo. “El único remedio efectivo para el amor que conozco ¾me dijo¾ es la bebida”.
Un sábado quedamos en salir a un concierto a las siete de la noche. Pedí permiso a mi tío, recibí propina, y llevé conmigo la daga árabe. Era una parranda popular, donde los cantores practicaban la cumbia chicha. Esa noche me emborraché hasta derramar mi orina en mis pantalones, lo que hizo reír a Clorinda. También me peleé con un tipo robusto, a quien herí con la daga. Fue una noche alucinante. Solo al día siguiente me di cuenta que tenía el ojo hinchado y el labio partido. Mi tío me reprendió con severidad. Y fue así, contra mi pesar, que las salidas no volvieron a reanudarse. Aquello me sumió en una especie de aislamiento, de una soledad que yo aprovechaba para leer literatura y reflexionar sobre el amor. Los días y las semanas pasaron, y en el momento menos pensado ya culminaba setiembre. El martirio autoinfligido se desvanecía. A los días, estaba viajando a San Benigno desesperado por ver a Armenia.
Al viajar, ajeno a lo vivido, no tenía nada planeado al bajar del transporte, pero presentía un buen puerto. Un festival se había apoderado del pueblo: carpas, tiendas, música, ambulantes alegraban la estadía. Fui a casa a pie en medio de una muchedumbre jubilosa y bulliciosa. Javier y Armenia me esperaban en la puerta del restaurante, y como yo estaba polvoriento, les saludé sonrojado. El sol era espeso y postergué la conversación hasta después de ducharme. A las seis de la tarde, paseábamos los tres por las calles abarrotadas. A las siete, Javier se fue con sus amigos, y tuve que entretener a Armenia con mis aventuras nocturnas.
La noche excelsa se animaba con el entusiasmo de la gente. Por nuestro lado, Armenia y yo sonreíamos mucho, conversando entretenidos y muy animosos. De pronto, estábamos en medio del puente, apoyados en los pretiles, mirándonos con dulzura. El agua cristalina y oscura transcurría su ritmo con pasividad, cuyo sonido lidiaba con los producidos por las personas. Una brisa suave nos acariciaba con frescura y ternura. Entonces una orquesta eufónica nos increpaba, a mi parecer, el deber de besarnos.
—¿Tú la escribiste? —preguntó ella, de pronto, lenta y dulcemente.
—¿Cuál? —respondí; hubo un prolongado silencio—. ¿La carta? Oh, sí. Yo te dediqué el poema. Como te decía, en La Ars paraba encerrado en mi habitación pensando en ti.
Armenia clavó la mirada en mí, cerró los ojos, y sus labios se insinuaron. Era el momento perfecto que tanto había esperado, pero desistí inexplicablemente. Le acaricié el rostro y le dije: “Eres especial para mí”. Armenia abrió los ojos, miró el Río Grande y sonrió. Me propuso ir a la Isla del Silencio, donde, con los castillos de fuegos artificiales y grupos musicales, se celebraría la fiesta principal. Quise acariciarle de vuelta y besarla, pero ya no lo intenté. Por un momento fui muy feliz, pero al rato una soledad escalofriante invadió todo mi cuerpo.
Bajamos las gradas, cruzamos el mercado, ingresamos a la Isla del Silencio, y nos posicionamos en medio de la isla pedregosa, entre una multitud atestada. Había un concierto de una cantante vernácula. En aquel entonces, en medio de la muchedumbre atiborrada, aunque estaba junto a Armenia, la sentí muy lejana. Una canción dulce y tristísima invadió mi alma, era la misma que había iniciado con retumbo. Un frío y malestar recorrió mi espina dorsal, como si el destino futuro me electrocutara sin piedad. Le agarré la mano, le acaricié la palma, y sentí una terrible contradicción. Era la música lo que hacía que me sintiera así. Ella entonces me conversaba acerca de sus amistades que había hecho en casi un año; sonreía con ingenuidad y acaso con coquetería, y parecía muy feliz. En cambio yo me ahogaba por dentro, la música me asfixiaba, me entristecía. Estaba tan cerca y la sentía tan lejos, como si el porvenir de aquella relación me castigara con el puerto final. En un plano, el espacio y el tiempo era el seno de mi reflexión. Me sentía insignifi- cante ante aquellas colosales existencias.
Al terminar la música, estaba exhausto, obnubilado. Las canciones que se cantaron después, aletargaron más mis sentimientos, me aferré más a Armenia por unos segundos. Le propuse finalmente ir a comprar una cerveza, pero ella rehusó radicalmente. Solo quería disfrutar en medio de la fiesta, estar con la gente, apreciar el espectáculo, los instrumentos, el sonido, los chamizos, los bailes. De pronto, me sentí incómodo. Me sinceré y le dije: “Te parece si volvemos más rato”. Ella preguntó: “A dónde quieres que vayamos”, y yo le respondí: “A un lugar más vacío y silencioso”. Dejamos atrás el bullicioso concierto atiborrado de muchedumbre, de castillos artificiales de carrizo y mientras salimos de la Isla del Silencio, fuimos tras una caminata hacia El Triunfo.
Al llegar a El Triunfo, las gravillas, las arenas y las piedras esparcidas en las orillas del Río Grande, con la vegetación oscura adornando en los alrededores y en las montañas, nos recibieron bañados por la luz plateada, aunque una atmósfera extraña nos abrazaba. El aire era limpio y fresco, y era más fuerte el rumor del río que las melodías del concierto. Armenia sonrió al vernos los dos tan solos y juntos. Me alegré y me tranquilicé. Nos recostamos sobre la arena, cerca de la orilla.
Existía un panorama enfático ante nuestros ojos: el cielo estaba estrellado, la selva majestuosa era un ser mitológico que quería ascender a las estrellas titilantes, el río era una serpiente de plata, la luna era un ojo sin niña. Entonces, cuando menos lo pensé, la abracé con ternura y le dije de inmediato, y lentamente al oído, mientras ella se apoyaba débilmente contra mi pecho, que la amaba con todas mis fuerzas por el lapso de media hora. Mi declaración de amor fue inocente, como el volar de una paloma liberado de su cautiverio. Al final, ella tenía en los ojos perlas límpidas y sus labios temblaban. Le besé los ojos primero, luego los labios, después el cuello. Nos besamos abrazados. Nos besamos por primera vez a la orilla del río, bajo la película de la luna, atrapados por el azar dirigido del destino.
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Acerca del autor
Francois V. Villanueva Paravicino (Ayacucho, 1989). Escritor peruano, licenciado en Literatura, egresado de la Maestría en Escritura Creativa por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha publicado Cuentos del Vraem (2017), El cautivo de blanco (2018), Los bajos mundos (2018), Cemen- terio prohibido (2019) y Azares dirigidos (2020). Textos suyos aparecen en la antología Recitales “Ese Puerto Existe”, muestra poética 2010-2011 (2013) y en diversas páginas virtuales, revistas, diarios, plaquetas y/o de su propio país como de países extranjeros. Ganador del Concurso de Relato y Poesía Para Autopublicar (2020) de Colombia. Ganador del I Concurso de Cuento del Grupo Editorial Caja Negra (2019). Finalista del I Concurso Iberoamericano de Relatos BBVA-Casa de América “Los jóvenes cuentan” (2007).