En este mundo no solo hay flores

Datos de publicación (revista completa):

Publicación: Revista Albores Caipell

Año de publicación: 2021

Número | volumen: 1 | 2

Link de visualización: https://www.calameo.com/books/0066845029d8e1d703875

Cita: Pefko, O. (2021). En este mundo no solo hay flores. Revista Albores Caipell, 2(1), 57-61. https://www.calameo.com/books/0066845029d8e1d703875

Olivia Pefko

La verdad es que nunca me gustó ser una mujer de malos modales, así que un día ⎯impulsada por la imperiosa necesidad de llegar a la pureza y bondad absolutas⎯ me dije que la oscuridad no era para mí y me hinqué a rezar bajo los rayos del sol. Además del calor picándome la espalda, carcomiéndome las manos, enrojeciéndome el rostro, soporté horas y horas de malos pensamientos, injurias y deseos. Sin embargo, tras encomendarme a la blancura de la luz solar, logré concentrarme en mi plegaria. Pedí al sol que me concediera la gracia de que ninguna cualidad lunar volviera a anidar en mis entrañas. “Padre sol, no me permitas ser mar turbulento, oleaje vagabundo, tristeza errante, llanto, lágrima, agua salada. Renuncio a lloverme, a evaporarme”, comenzaba mi rezo. El sol, que cumple caprichos a mansalva, me liberó de la oscuridad que durante treinta años habitó en mí.

Durante los primeros días de luz fui una mujer feliz y sin mácula. Al mirarme al espejo descubrí que parecía, incluso, más joven y esbelta. Y al salir a caminar volví a andarme con dulzura virginal y a sonreír sin atisbos de coquetería. De mis labios no chorreaba ninguna clase de deseo sacrílego (como sí chorrean decenas de deseos impuros ahora mismo).

La mejor parte del milagro fue que logré escribir “apropiadamente” sin necesidad de esfuerzo. Para mí no existían las palabras que insinúan olor a sexo, a sangre, a herrumbre; las que al ser pronunciadas ⎯suaves, sibilantes⎯ invocan el burbujeante sonido del incendio, la cicatriz abierta, el anhelo del orgasmo y de la muerte. Me era imposible pensar en palabras como estrujante, jadeante, gemido, pujido o cualquiera de las que sugieren fluidos, pasiones y estertores. Mucho menos existían las leperadas. En mi limitado vocabulario solo había palabras como cielo, canto, música, alegría, suave, silbido, amor y corazón.

Confirmo, lectoras y lectores, algo que es probable que intuyan: la ausencia de palabras “malvadas” en mi vocabulario se debía al desterramiento de memorias, vivencias y cavilaciones sombrías. Eliminé de mi léxico a la mitad oscura del mundo como consecuencia lógica de la eliminación de la oscuridad de todos los demás ámbitos de mi vida. Para mí no existía el mal en ninguna de sus expresiones y entonces no había necesidad de nombrarlo. Si el mal había sido una realidad antes de ocurrido este milagro yo ni siquiera lo recordaba. Me limitaba al gozo (gozo, por cierto, limpio y sin asomos de soberbia) de saberme llena de dicha, de bondad, de generosidad y de paz. Pero, como pasa siempre con todo lo bello del mundo, el sueño cumplido de la luz se marchitó demasiado pronto.

Una madrugada tibia como todas las madrugadas de aquellos tiempos me despertó un “ronroneo” que provenía ⎯lo supe después⎯ de abajo de mi cama. Lo llamé “ronroneo” porque esa fue la única palabra que encontré en mi vocabulario de mujer santa para nombrarlo, mas se trataba de algo diferente: una respiración trabajosa se mezclaba de manera aleatoria con sonidos roncos y prolongados, chillidos lastimeros, quejidos y gruñidos.

A pesar de ser extraños, estos sonidos no me resultaron alarmantes. La experiencia y la palabra alarma ni siquiera existían para mí, y aún adormilada determiné que se trataba de “ruidillos” emitidos por algún animal que se paseaba en mi balcón. Ahora sé que nombrarlos en diminutivo me ayudó a restarles importancia, pero esa noche, sin ningún análisis, reacomodé mi almohada y me dispuse a conciliar el sueño. No obstante, veinte o treinta minutos después aquellos sonidos persistían y comenzaron a hacer trizas mi cordura de mujer iluminada.

“¿Qué animal es ese? ¿Por qué llora tanto?”, me pregunté todavía recostada sobre mi cama. “¿Es un llanto de dolor? ¿Es un llanto de furia?”, continué. “¿Por qué este llanto hace que vibren mis entrañas?”, dije en voz baja mientras hacía a un lado las cobijas.

La transición desde la ceguera de mi mundo blanco hasta la visión de un mundo con grises y negros había comenzado. En mi cabeza se sucedían, una tras otra, toda clase de preguntas, y mi curiosidad, ahora recuperada, me condujo a asomarme por la ventana. Afuera no había rastro de ningún mamífero, ave o reptil, y en cuanto lo constaté sentí un chispazo de angustia y miedo.

Mi olvido del mal había sido tan profundo que las sensaciones que el miedo produce me eran, en ese redescubrimiento, demasiado claras: sentí un tirón en el estómago, era como si alguien jalara mi ombligo hacia la parte interior de mi cuerpo; a la par tuve una punzada en la cabeza y un cosquilleo nacido a la altura de la nuca recorrió cada una de las vértebras de mi columna y llegó hasta mis piernas.

Turbada y temblando me senté en cuclillas sobre la cama y mientras intentaba normalizar el ritmo de mi respiración, comprendí que no volvería a ser la muchacha luminosa que fui hasta algunas horas antes. A partir del contacto con el miedo, en mis pensamientos y en mi vocabulario comenzó a renacer la mitad oscura del mundo. Asesinos, ladrones e incluso demonios, monstruos, brujas y chaneques volvieron a existir para mí, y uno de ellos estaba en mi habitación, acechando.

A pesar de que en un principio fui incapaz de contener mi angustia y me aferré al remanso de seguridad que encontré en la tibieza de mis cobijas, el constante ir y venir de sonidos guturales en plena oscuridad desató en mis suprarrenales una elevada producción de adrenalina, y de pronto tuve la fuerza psicológica suficiente para acercarme al buró y buscar una lámpara que recordaba haber guardado ahí. ¿Por qué no encendí la luz de una vez por todas y acabé con el misterio? Porque el apagador estaba lejos de mi alcancé y solo imaginarme caminando con los pies desnudos sobre la alfombra me causaba escalofríos.

Con la lámpara en mis manos me fijé como único objetivo ubicar la procedencia de aquellos sonidos. Estaba alerta y en silencio. Mis sentidos estaban aguzados y quizás por esta razón guardo el recuerdo de los detalles banales como: el zumbido de un mosquito atraído por la luz, el fino aletear de una mosca que se ocultó bajo el holán de mi cortina y el descubrimiento de manchas de humedad en el techo de mi recámara. Descubrí también, con ayuda de mi sentido del oído más que con la ayuda de la lámpara, que el “ronroneo” provenía de abajo de mi cama.

Sentí un sudor frío en todo el cuerpo, y con las piernas débiles y temblorosas corrí y me resguardé a un costado del ropero, un gigante de madera que por unos minutos me regaló la ilusión de estar protegida. Ahí, junto al ropero, comprendí que entre “la criatura” que se escondía bajo mi cama y yo había (y hay) una conexión innegable. Sus gruñidos, cada vez más violentos, parecían emanar de una parte de mi propio cuerpo y hacían que mi piel se erizara.

Ella, la fiera mezcla de cocodrilo, salamandra y galápago, era la encarnación de la parte oscura de mi alma, aquella de la que el sol me había liberado semanas antes. Lo confirmé cuando al fin tuve la valentía de acercarme y mirar bajo la cama. Mis ojos se encontraron con los suyos ⎯ojos de mariposa triste⎯, y en sus ojeras de pájaro, en su ronronear de lagarto, en su llanto de reptil, miré mis temores, dolores, heridas y angustias.

Ella, al sentirme cerca, intentó tocarme con sus dedos de anfibio y yo, impactada por su dimensión y por el brillo de las diminutas escamas que cubrían su cuerpo, salí aprisa de la recámara, me tumbé sobre el único sillón que hay en mi sala y me sumergí en largas meditaciones sobre lo ocurrido.

“En este mundo no sólo hay flores y hay que aceptarlo”, me dije y recordé que meses atrás había leído una traducción de textos de Chuang Tzu realizada por Thomas Merton ⎯el monje de la Orden de la Trapa que fue maestro espiritual del poeta Ernesto Cardenal⎯. Chuang Tzu, sencillo y sabio, dejó dicho a la humanidad que “aquel que desea el bien sin el mal, el orden sin el desorden, no comprende los principios del Cielo y la Tierra. No sabe cómo están vinculadas las cosas. El conocer el uno es conocer la otra. El renegar de uno es renegar de ambos”.

Yo no recordaba con exactitud las palabras del filósofo chino (las retomo ahora que relato lo sucedido), pero me esforcé en extraer de mis memorias una idea general de lo planteado por él. “La luz y la sombra no son opuestos, son complementarios”, dije con un tono que evidenciaba mi confusión. “Para conocer el bien debo también aceptar y entender el mal. Van de la mano”, continué y me reproché por mi insensato deseo de huir de la oscuridad.

Cerca del amanecer, la criatura que se escondía bajo mi cama emitió un chillido cargado de dolor que me sacó de mis lamentaciones y autorreproches. Gracias a mi conexión con ella supe que estaba hambrienta, así que me dirigí a la cocina y serví lo mismo para ambas: un tazón de atole de avena y un plato con fruta y miel.

Reconozco que fui ingenua y desatenta al atreverme a poner esas insignificantes viandas frente a ella. ¿Cómo pretendía que una criatura con hocico de lagarto y patas de tortuga arcaica hiciera uso de enseres tan sofisticados y se alimentara de algo tan insulso? Ella, soberbia, ni siquiera se acercó a la comida, le bastó con olfatearla de lejos para saber que era insípida y de inmediato rugió su desprecio. Yo no necesité mucho tiempo para descubrir su gusto por la carne cruda, y a partir de ese día me doy a la tarea, cada mañana, de conseguir su alimento: gallinas, conejos y pequeños roedores.

Debo decir también que desde su aparición he ido recuperando ⎯aunque no quiera⎯ a la muchacha oscura y turbulenta que fui. Han regresado mi mal humor y mi inestabilidad emocional. A mi rostro han vuelto las pecas y las breves arrugas de treintañera y en mi cuerpo han reaparecido lunares, manchas y cicatrices. En las noches frías he vuelto a sentir dolor en las rodillas y han retornado el insomnio y las ojeras. Mi figura ya no es tan esbelta y al mirarme al espejo he descubierto, desconcertada, una mirada airosa. Ella, por su parte, ha perdido peso y sus grandes colmillos se han afinado; sus escamas se han ido marchitando y algunas han caído, al igual que las uñas largas y curvas que adornan sus dedos de salamandra.

Para mí los cambios físicos son lo de menos. Lo que me causa verdadero espanto es enfrentarme de nuevo a la parte oscura de mi consciencia. Por las noches tiemblo frente a la negrura del olvido y de la muerte. Acostada en mi cama, sin poder dormir y con quejidos y gruñidos como fondo, me siento rota y lloro ante la confirmación de que un día seré carne putrefacta en las mandíbulas de escarabajos carroñeros. Ha retornado el desamparo, me asumo huérfana y vacía y exijo explicaciones al universo por su indiferencia, por su desdén ante los dolores y las tragedias humanas.

Logro calmarme cuando recuerdo que también en la oscuridad, en el misterio, en lo insondable, hay luz. Cuando recuerdo a mi abuela hablando con el fuego, a la anciana ciega contadora de los días, a María Sabina cantando en mazateco, a Pachita sanando con un cuchillo de cocina, a la guardiana de la cueva de Alcalícan llamando a la lluvia cuando hay sequías y ahuyentando al trueno y a la nube negra cuando se anuncian tormentas.

“Blanco y negro no son opuestos, son complementarios”, me repito como un mantra o una plegaria, pero la tranquilidad que este aforismo me otorga es efímera. Soy incapaz de poner en práctica esta verdad con la que mi vida sería más llevadera, y me recrimino por mi maniqueísmo, por mi torpeza, por mi cortedad de entendimiento.

Confieso que no he logrado unir de manera armónica la parte oscura que me habita con la parte luminosa que también soy. Mi interior está dividido, y sé que soy dos afuera (la fiera mezcla de cocodrilo, salamandra y galápago, y la mujer que escribe) porque soy dos adentro.

Ayer, enceguecida otra vez por el sueño de la luz, la pureza y la bondad absolutas, comencé a dividir mi mundo material. Empecé por separar lo que en ese momento consideré “malo” de lo que me pareció “bueno”. Determiné que en mi recámara permanecerían, junto a la fiera, todos los libros, películas, casetes, discos, carteles y fotografías que hablan de la oscuridad, y que en mi biblioteca dejaría sólo lo blanco y luminoso.

Estuve concentrada en esa tarea durante toda la noche y parte de la madrugada, estaba convencida de que hacía lo mejor para la salvación de mi alma. De pronto, escuché risas y murmullos. Me asomé por la ventana y vi sombras diminutas que jugaban entre las flores que hay en mi jardín. Lloré de espanto, temí que fueran nuevas encarnaciones de mi oscuridad. Temí que entraran a la casa, que me miraran con sus ojos de otro mundo. En mi habitación, la fiera ⎯quizás consciente de mi estado⎯ daba alaridos aterradores.

Al amanecer, los primeros rayos de luz me regalaron algunos instantes de cordura, y en medio de un laberinto construido por torres de libros y discos supe que de seguir así mi único destino era la locura. Comprendí que la forma de regresar a mi centro, de encontrar el equilibrio, es hacer lo que he estado evitando: mirar a mis demonios de frente y entregarme a ellos con la fe de que saldré viva de ese encuentro, en otras palabras, fundirme con la fiera que habita bajo mi cama.

Esta es la razón, lectoras y lectores, por la que escribo. Quiero dejar testimonio de mi existencia porque he decidido bajar a los infiernos e ignoro si regresaré de ese viaje. Apenas coloque el punto final a este relato, iré a mi encuentro con la fiera. Me uniré a ella. Nadaré en nuestro mar negro y turbulento. Escucharé nuestro corazón de niña abandonada. Miraré nuestra sonrisa de muchacha triste. Caminaré entre los cadáveres que por insensatez hemos dejado. Rememoraré los rostros de aquellos a quienes hemos mentido y humillado, de aquellos a quienes un día amamos y después ⎯poseídas por la ira y la soberbia⎯ dimos odio.

“No puedo seguir escapando de mi sombra. Tengo que atravesar el pantano ensangrentado. La paz verdadera nace de la integración del oscuro, no de su rechazo”, me digo con una voz que ya no sé si me pertenece. “En este mundo no sólo hay flores y hay que aceptarlo”, escribo y me despido de la mujer que ahora soy, la que apostó por la luz sin conocer la fuerza de las tinieblas, la que despreció el potencial de la sombra y la que hoy, todavía temerosa, recorrerá un camino antes negado.

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Acerca de la autora

Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y maestrante en Estudios Latinoamericanos por la misma universidad. Nació en Milpa Alta, comunidad nahua ubicada al sur de la Ciudad de México. Su primer acercamiento a la literatura fue a través de la poesía: desde muy pequeña comenzó a participar en concursos de declamación que se organizaban en su comunidad y en comunidades vecinas. Actualmente escribe poesía y cuento, además se desempeña como productora y guionista en Radio Educación, una radiodifusora pública mexicana.

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