El caserón

Datos de publicación (revista completa):

Publicación: Revista Albores Caipell

Año de publicación: 2021

Número | volumen: 2 | 1

Link de visualización: https://www.calameo.com/books/006684502e6f19c523227

Cita: Hinostroza, M. (2021). El caserón. Revista Albores Caipell, 1(2), 13-20. https://www.calameo.com/books/006684502e6f19c523227

Marvel Hinostroza

En un pueblo lejano de las grandes ciudades vivía una familia con tres hijos en su seno. El padre, un pastor empleado que trabajaba largas jornadas en las estancias de la puna, encargaba a sus hijos lo que debían o no de hacer en sus frecuentes ausencias. Una mañana, antes de la jornada de trabajo, sentó a sus hijos alrededor del fuego de la bicharra que ardía crepitando.

—Cuando regresen por el camino de la antigua mina de oro, háganlo antes de que la noche llegue —advirtió.

La madre que se ocupaba de los animales, la limpieza, la siembra en la parcela familiar y los hijos, procuraba que sus jóvenes crías se mantuvieran alejados de aquel camino, especialmente de un viejo caserón que se encontraba a un lado del sendero.

Efectivamente, por un camino de trocha, existía una vieja casa, un caserón como se suele llamar a esas construcciones de los que no se tiene registro de edad ni autor. La construcción de tapias antiguas plagadas de hormigas y arañas se alzaba sobre la grama reseca, con sus muros inmortales semejante a los templos de la antigua Sumeria. En el pueblo, nadie de los gentiles sabía a ciencia cierta qué tan antigua o a quién perteneció en su origen aquella casa abandonada. Los más antiguos pobladores recuerdan y cuentan que allí vivió un minero, un judío amante de los gatos. Poseía incontables de aquellos caseros animalitos. Este personaje, según cuentan los abuelos tomó por arriendo esa casa de quién sabe que hacendado perdido en el tiempo y memoria de los viejos pobladores. De un momento a otro, nadie volvió a ver al minero, y poco a poco la casa fue saqueada. Y qué ocurrió con los gatos, pues simplemente desaparecieron. Todo aquello quedó olvidado. Por dos generaciones nadie dio importancia al viejo caserón, ni mucho menos al camino que pasa frente a su tétrico portón. Aquello también ocurrió cuando la mina empezó a reportar pérdidas y de la noche a la mañana desmantelaron las máquinas para irse del lugar como vinieron; con una insaciable hambre de oro.

Aquel camino, con el tiempo, se tornó estéril; por sus alrededores todo se secaba, se amarillaba, incluso los insectos más ponzoñosos sucumbían sobre aquel pedazo serpenteante de tierra. Ningún poblador, ya sea por intuición o conocedor de ciertas leyendas se atrevía a construir o sembrar a menos de cincuenta metros del sendero o del caserón. La senda solo era usada para el paso obligatorio y fugaz que exigía la jornada diaria, y siempre amparado por la luz del día. Al caer la noche; los caminantes, amantes furtivos, borrachos y demás gentiles preferían cruzar las chacras húmedas topeteando entre los juncos y matorrales. El camino con su monumento tétrico al lado era evitado especialmente cierto día de cada mes: la noche más oscura en donde la fase lunar caía en la profunda caverna oscura. Alrededor del contexto, con el correr de los años y la imaginación de los pobladores, se tejieron tantas historias que uno podía pensar que eran falsas por extraordinarias. Desde pishtacos, diablos, almas en pena, animales mitológicos, condenados, jarjachas, supay y un sinfín más de seres y ánimas que enriquecían las leyendas acrecentaron fervorosamente el temor. Era tan solitario aquel sitio, que se podía asemejar a la nada.

A la luz de un mechero, cuando nada turbaba el silencio de la noche, los jovencitos solían repasar las leyendas tejidas por los años. El padre, cuando estaba en casa, se sentaba junto a ellos a contarles las leyendas de la puna que había escuchado en sus largas vigilias de boca de otros pastores. Entre aquellos noctámbulos de las montañas había uno que parecía un ser inmaterial, justamente era el que más historias narraba. El pastor, padre de los niños, no pudo evitar preguntarle si conocía la leyenda del judío y sus gatos. El viejo salió de su ensimismamiento acostumbrado, y dijo:

—Mi familia vivía por esos lugares, yo era solo un niño cuando mi abuelo contaba las desgracias de la mina, de las muertes y maldiciones que quedaron desparramadas como cacana sobre toda esa gente y en especial sobre ese judío, que si no fuera por sus gatos habría muerto de mala manera, y andaría hasta ahora condenado, arrastrando sus cadenas.

Al escucharlo, los demás pastores quedaban siempre con los pelos en punta, como si sintieran recorrerles un aire frío por los huesos o como si recibieran de golpe una gran impresión que los hiciese abrir los ojos como carneros muertos. El viejo continuaba su relato, siempre en tono sordo y con la cabeza al piso, mirando de soslayo a sus oyentes cada cuanto.

—Ya nadie se acuerda de la verdadera historia, de lo que en realidad sucedió. El Apu, que despanzurraron para sacarle todo el oro, los maldijo. Volvió locos a todos los trabajadores, uno por uno fue muriendo; unos tísicos, otros vomitando espuma y algunos chupados desde dentro.

—¿Qué pasó con el judío? —preguntó un jovencito que tiritaba de frío.

—Como todo judío, era inteligente y aprovechador, pero en esas tierras ni su dios tenía cabida, así que cuando empezó a escasear el oro, llegó a la desesperación al caer en la cuenta que lo invertido en maquinaria, hombres, transporte y demás cachivaches, superaba por mucho las ganancias que obtenía. Haciendo honor a su raza se quedó para seguir tratando tercamente ganarle la guerra al Apu, al que consideraba un dios extraño y falso. Poco a poco su voluntad fue derrumbándose, los juicios y acreedores lo tenían del cogote…

—Y los gatos, ¿qué diablos tienen que ver en todo esto? —interrumpió una voz ansiosa.

A pesar de la molestia por la interrupción, todos los oyentes se preguntaban lo mismo. Después de cortos segundos, observando al viejo detenerse en sus recuerdos, murmuraron burlas y quejas.

—Sí, ya lo recuerdo. Ese pobre creyente del dios del paraíso se entregó al aguardiente sin importarle las deudas o su misma vida. Y pasado un cierto tiempo a nadie le importaba ese ser caído en desgracia, solo a sus mascotas. Dicen que los gatos no parecen ser de este mundo, y que vinieron a este para labores misteriosas y ajenas al humano cualquiera.

—Yo he escuchado que los egipcios los adoraban, los consideraban divinos —habló un jovencito acompañante y aprendiz de pastor.

—En estas tierras los consideramos animales del demonio —añadió otro hombre.

—Depende a quién consideras como demonio —dijo el padre de los tres muchachitos, y a su mente acudió la imagen del gato que tenía su menor hijo.

El viejo, se puso de pie y dirigiéndose a su choza, dijo finalmente:

—Ese judío amaba a esos animales y ellos a él. De la noche a la mañana desaparecieron de esa casa.

La historia fue contada por el padre a sus hijos. El menor de ellos, un niño de aproximadamente ocho años poseía un gato que durante los relatos se mantenía quieto, inmutable a la voz humana, ronroneando y entreabriendo los ojos por ratos, que con la amarilla luz del mechero se encendían en un ardor metálico. Al final del relato sobre el judío y sus días finales al lado de sus gatos, los pequeños imaginaban un sinfín de desenlaces finales. El gato movía la cola con ligereza cuando percibía los saltos de asombro de los pequeños, cualquiera diría que el pequeño animalito gozaba de las historias sobre los suyos.

Desde que escucharon aquella historia de labios de su padre, a los tres pequeños se les quedó la incómoda espina de la curiosidad por el desenlace final sobre aquel judío. El cómo y dónde buscar respuesta los llevaría a experimentar sucesos que solo ocurre en leyendas y mitos.

Por esos designios del destino, los hermanos, una tarde mientras recogían leña cerca al caserón, tropezaron con un hombre con fama de curandero negro, que hacía sus “pagos y mesadas” por los alrededores. No era común toparse con esos brujos, pero se sabía que llegaban a ese lugar atraídos por quién sabe que fuerzas místicas. Con los atados de leña, los niños se acercaron cuidadosamente al extraño personaje que había ingresado a la casa. Sin tomar atención donde ponían los pies, lentamente ingresaron detrás del brujo. Lo observaron arrodillarse, tender una manta y exponer sobre ella una serie de curiosos artilugios. Con la mirada siempre fija a la luz de una vela roja que había encendido. El extraño hombre llevó a su enorme boca un puñado de hojas de coca; instantes después encendió un palillo de fósforo y con aquella llama anaranjada achispó un pequeño cigarro del cual succionaba con avidez para luego expulsar largas y nubosas explosiones de humo negro mientras pronunciaba oraciones en un idioma perdido en el tiempo.

De repente el brujo, que parecía contener en sus entrañas algún espíritu benefactor de poderes sobrenaturales, giró la cabeza clavando sus ojos sobre el de los asombrados niños.

—¿Qué están mirando, mocosos del demonio? —dijo el hombre mientras levantaba la mano con la intensión de golpearlos.

El mayor de ellos pudo contestar con dificultad, pero resuelto firmemente a indagar sobre la historia de esa vieja casa.

—Solo vinimos aquí a ver qué hacía. Este es un caserón que dicen que está maldecido, y queremos saber cuál es su historia, no se sabe casi nada de eso.

El brujo soltó una estruendosa carcajada que espantó a los jilgueros, los cuales reposaban el trigo en el buche sobre las ramas de los eucaliptos, y seguramente el estruendo se había escuchado en todo el pueblo.

—Así que quieren saber la historia de este miserable lugar. Díganme una cosa ¿qué es lo que saben?

—Sobre la mina, el oro, el judío, su dios y sus gatos. —Se apresuró a contestar el más pequeño, y le relató todo lo que habían escuchado hasta entonces.

—Vaya, parece que si están interesados. Bueno, les contaré entonces —dijo el extraño mientras se acomodaba el poncho sobre sus hombros enormes—. El judío después de caer en desgracia se dedicó a tomar en las cantinas de mala muerte, que son cualquiera que hay por estos lugares. La supuesta maldición del Apu sobre la mina se queda corta a lo que sus tiernos oídos están a punto de escuchar. Su dios hebreo lo había abandonado, y para cualquiera de su raza eso es sentencia de muerte de su carne y el padecer eterno de su alma en el peor de los infiernos. A pesar de querer a sus gatos, pronto no tardó en asociar su desgracia a esos animales que lo rodeaban, pues había escuchado que estos eran animales del demonio y traicioneros, además de que en la antigüedad la raza judía había sufrido esclavitud por parte de los egipcios que justamente los adoraban. Fue tanto el odio que le producían esos animales que empezó a maltratarlos y a matarlos, a unos a puntapiés y a otros los ahogaba…

—Qué malvado, yo no le haría eso a mi gatito —murmuró el pequeño, lleno de cólera hacia el judío.

—Así que tienes un gato de mascota —dijo el brujo mientras lo veía, esbozando una risilla irónica. Y continuó—… Y fíjense cómo es la vida, el judío tenía razón. Sus gatos empezaron a comportarse de manera extraña, se cagaban en sus ropas, lo arañaban sin razón, le derramaban pelos en su taza, defecaban en su plato de comida y cuando estaba inconsciente por el alcohol le llenaban de tierra la boca. En una de esas el judío estiró la pata. Eso dicen estos campesinos que lo encontraron ahogado en un rincón de esta casa y, los muy cobardes salieron corriendo. Lo extraño fue que nadie encontró su cuerpo cuando se dio aviso a las autoridades.

—¡Se lo habrán comido! —exclamó el segundo niño.

—No creo, ellos no hacen eso porque no contaminan su cuerpo con sangre humana. Pero lo que es más seguro es que… ¿no tienen sed?… Tomen un poco de chicha, rico ¿no?… Se asegura que una noche como la que habrá en un par de horas, tan oscura como la peor ceguera, los gatos enterraron al judío en algún lugar en esta casa. Cómo lo hicieron, sabrá dios. Y no solo eso, sino que metieron el cuerpo del hebreo en un ataúd de oro como símbolo de su ambición. Cada noche de luna nueva reviven el hecho. Y hoy es el día, el día de recordar aquello, de ofrecer sacrificios para obtener favores de los seres superiores.

Dicho tales aseveraciones, el hombre tomó sus cachivaches y salió del caserón dejando a los niños somnolientos, tendidos sobre el piso dentro del caserón.

Al caer la medianoche, una húmeda y punzante caricia sobre la mejilla despertó al menor de los hermanos. Al abrir los ojos lo primero que captaron sus pupilas fueron los ojos metálicos de un gato al que reconoció enseguida. El pequeño despertó a sus hermanos, que aún con el efecto del somnífero topeteaban sobre el piso. Poco a poco se fueron reponiendo, mientras el pequeño minino los veía impacientado. Al darse cuenta de dónde se encontraban, los niños guardaron silencio para no atraer a los “condenados”, pero estaban lejos de eso. Lo que sí no pudieron evitar es sentir los ruidos cada vez más notorios, una especie de pisadas, de patitas pequeñas sobre la grama seca.

Al asomarse, el hermano mayor, vio lo que quizá el alma en pena del judío sufre cada mes por una noche, eterna como la cavidad más profunda. Los dos hermanos menores se acercaron para aguaitar y averiguar lo que había dejado congelado a su hermano mayor. Sus ojos comprobaron la historia que el brujo negro les había relatado, lo que su curiosidad inocente les llevó a ponerse frente a tal extraordinaria situación. En el patio del caserón se reunían pisadas, suaves como si por nubes caminasen, pero con suficiente peso como para quebrar los nervios. Eran los gatos del pueblo en una cofradía que nada tenía que envidiar a los entierros humanos, y poco a poco quedaron reunidos en una mancha felina de rabos levantados y maullidos a manera de charla. El pequeño micho familiar se metió en el antiguo cuyero destartalado y con ademanes discretos supo acercar a los niños hacia él. Desde ese escondite, amparados en el silencio y camuflados por el orín del michino de la familia vieron —o se lo imaginaron— a la colonia de mininos echarse sobre sus lomos un ataúd resplandeciente como el sol de mediodía de la primavera, y a lo lejos los aullidos lastimeros de los perros se dejaron escuchar.

El entierro se llevó a cabo con la misma parafernalia que de los que caminan en dos pies. El desfile felino era la fiesta de la muerte y regocijo de la venganza. Y así como aparecieron, todo se esfumó ante los semblantes idos de los niños.

A la mañana siguiente los tres hermanos fueron encontrados aún con vida, pero exhumando espuma por la boca a un costado del camino apoyados sobre las tapias del caserón. Y el pequeño gato, mirándolos desde la cima de un tronco, se relamía los bigotes manchados de oro.

*****

Poeta y escritor de realidades o neoinfiernos colectivos y/o personales, tallador de letras costumbristas sobrevivientes a la globalización. Amante de la literatura clásica mundial y peruana (de junco y capulí).

Fotografía de Marvel hinostroza, colaborador
Acerca del autor

Marvel Hinostroza. Licenciado Tecnólogo Médico con especialidad en Radiología, egresado de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Nació en el corazón de la sierra peruana en la provincia de Concepción (Junín). Desde muy pequeño sintió apego a las letras, a la poesía, a la ciencia como inspiración literaria y al estudio de la geopolítica como fuente primera de la realidad. Desde siempre ha escrito poemas y cuentos inspirados en los andes y en la tempestad del corazón humano. Algunos de estas obras fueron publicados en diversos concursos en España, Argentina y EE. UU. En Perú ha publicado un libro de cuentos y relatos titulado La Comedia Peruana que reúne la realidad peruana en tiempos contemporáneos, además, un poemario de título Tempestad. Participó en antologías de cuentos y relatos: Cuántico, De los niños será este mundo, entre otros. Es admirador de Tolstoi y Arguedas y sigue sus pasos con fervor y amor a la literatura; pero, sobre todo, marcando su propio estilo en sus letras de sentimiento humano hacia el ser desposeído que por siglos ha sido arrinconado a la indiferencia.

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